El trabajo dignifica a la persona; es necesario; es imprescindible para vivir; pero es duro, y por eso pocos lo desean.
El trabajo produce dolor, agota, cansa, y en otras ocasiones subyuga, genera dependencia y ansiedad, como un síndrome de Estocolmo.Pero el trabajo es la manera de construir en el mundo material, y de construirnos en el mundo intelectual y espiritual.
¿Por qué lo rechazamos? Por ese dolor agudo que se nos clava en donde más duele, en el punto inconveniente, en el instante inoportuno, con la persona a la que nos hace olvidarlo...
La clave por tanto es el dolor. Nuestra angustia no es por el trabajo, sino por el dolor que nos causa. ¡Qué poco nos gusta el dolor, sufrir, soportar una carga!. Y ese es nuestro mayor trabajo.
El dolor es un aviso; una señal. Nos duele porque vamos contracorriente, contranatura, nos apartamos de las leyes del mínimo esfuerzo, de la caida libre, de la mínima diferencia de potencial, y del máximo gusto. Pero este aviso tiene una causa: nadie debe emprender una tarea sin plantearse en cada instante si el consumo de energía requerido merece la pena. Cuanto más dolor, más energía a consumir contra el esfuerzo desarrollado caminando para obtener el fruto del trabajo; el dolor es el rozamiento de lo material y lo inmaterial contra nuestras sensaciones.
Nadie hace nada con dolor si no merece la pena, pero...¿por qué trabajamos en lo que nos va a causar dolor y sufrimiento? Por que el placer es la grasa que lubrica nuestro trabajo. Nos coloca en donde jamás iríamos por nuestro gusto, si pensaramos en el dolor que nos va a ocasionar. Después del placer: ¡cuánto sufrimiento (gran dolor)!
¡Que bello es vivir en el dolor! que es decir: "trabajar poco a poco con un constante dolor".
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